RUTA DE SAN PABLO-UNA EXPERIENCIA VIVIDA



RUTA DE SAN PABLO
Turquía 7 al 17 de octubre de 2010

Día 7, jueves
Una de la madrugada. Día de Nuestra Señora del Rosario. Antonio, otrora alumno, hoy experimentado conductor de autobús, nos traslada en apenas dos cabezadas - e invitación de Charo a base de licor y pastas, por su santo- hasta la T 4 de Barajas. Nos coloca a tiro del mostrador 907 de Iberia. Nada más acercarnos a las puertas de cristal, que se abren, alguien conjetura que tal vez sería oportuno volverse a Guadix. Vencido el fugaz impulso, comprobamos que contamos con tiempo abundante para desayunar y ser los segundos de la fila para facturar. Llega Pilar, de la agencia, y el Padre Pepe. Pilar nos encamina hacia el trenillo que nos traslada al otro lado de Barajas. Subimos hasta la puerta S-26. Aquí nos anuncian retraso y lo hay. Pasamos a la nave. Al poco, el comandante amplía el retraso por saturación del espacio que conduce a Estambul. Es la una de la tarde y seguimos. 13,15 horas, calentados los motores y borrachos de ruidos galopamos sobre las nubes. Tiempo para callar y para hablar. La conversación de Shaid, indio que vive en Órgiva con Cristina, se muestra interesante. Está muy al día de lo que sucede en España. Al salir de la nave nos esperan Alfredo y su mujer que se quedan 5 días en Estambul. Nosotros seguimos a recoger las maletas en la cinta nº 10. Volvemos hacia la salida y, fuera, encontramos a la guía, que nos lleva al mostrador donde con algunos empujones facturamos para Izmiz –Esmirna. Largos pasillos mecánicos, es interminable este aeropuerto, nos acercan a la puerta 111– conocida“gate” en inglés – en turco “capi”. Luego va a ser la 112. Buena espera amenizada por la compañía de bebé turco de 11 meses - dos dientes- y su joven madre. Alguien pierde su hoja de embarque que encuentra el chico de la limpieza. Embarque y pasadas las veinte horas volamos sobre el alineado escuadrón de gallos de acero, empinadas sus colas rojas, dispuestos a beber los vientos cuando les toque. Nos sumergimos en la oscuridad. La azafata ofrece agua que ayuda a terminar el bocata. Pronto avistamos las luces de Izmiz. Comienza el descenso. Recogida de equipaje. Nos recibe Berta y nos lleva al bus que va a ser nuestro refugio durante días. Lo conduce Murat. Nos iremos sin oír su voz; tímida sonrisa y su mano siempre atenta para que la bajada por las escalerillas del bus no acabe con nuestra autoestima en el bordillo de la acera. Berta, voz agradable y hasta melódica, galleguiña con muchos años en Turquía, elabora una magnífica composición de lugar de este peregrinar tras los pasos de San Pablo. La calidez de sus palabras disipan las asperezas de esta larga jornada. Llegados a Kusadasi, con más sueño que hambre, cena fría y ducha imprescindible, soñamos intensamente hasta el desagradable bostezo del auricular.

Día 8, Viernes
Primer alborear en Kusadasi, continente asiático, suroeste de Turquía; desde la habitación del hotel “Pine Marina” casi tocamos el mítico Mar Egeo repleto de embarcaciones y algún crucero descomunal atracado en esta dulce calma, durante el día; al socaire de la melancolía vespertina soltará amarras y enderezará proa hacia puertos nuevos que lo han de recibir cuando el sol chisporrotee sobre las aguas. Nosotros nos encaminamos hacia Éfeso, el lugar más hermoso de Anatolia o Asia Menor. Aquí encontramos junto a la muralla de la fortaleza, sobre la colina Ayasuluk, los restos de la Basílica Bizantina de San Juan Evangelista, destruida por los terremotos y reconstruida y ampliada por Justiniano sobre la tumba de San Juan. En lo que fue atrio se conservan los restos del primitivo baptisterio, con dos escalinatas, una de entrada y otra de salida. En lo que fue el ábside, una pequeña placa de mármol blanco, entre cuatro vigías de piedra, recuerda que aquí se encuentran los restos del discípulo más joven de Jesús quien cuidó de María como El le encargó. Aquí vivió Juan cuatro o cinco años, a poca distancia del templo de Artemisa, cuya competencia superó en todo momento. Contemplamos la maqueta en la que se aprecia la retirada de las aguas del mar desde que Juan y Pablo anduvieron por aquí. Nos trasladamos al Ëfeso primitivo y monumental no sin antes parar en la ciudad para hacer unas compras precisas, ya que dos peregrinas canarias no han recibido las maletas. Entramos en las ruinas deslumbrantes de mármol por el Ágora o plaza de la ciudad, el Odeón, el magnífico Senado, incluido foso delantero para la música que calmara los ánimos de los exaltados senadores, bellos mosaicos junto al camino de piedra, más abajo la Casa del Procónsul, Fuente de Trajano, Farmacia, curiosas letrinas, impresionante Biblioteca de Celsius, haciendo ángulo con la Puerta de Mitridate que nos acerca a la Plaza del Mercado. Vía marmórea escoltada por elegantes columnas jónicas que terminaba en el puerto. En ella se realiza una representación teatral, con túnicas romanas y soldados, todo muy vistoso. Aquí trabajaba San Pablo y predicaba con gran pesar de los vendedores de estatuillas e ídolos. El gran teatro donde se reunieron para pedir su ejecución, a donde aconsejaron a Pablo no presentarse, etc. En fotos queda constancia del paso del grupo por Éfeso.
Nos alejamos de la multitud que admira tanta piedra tallada; dejamos la pendiente pedregosa e irregular para sentarnos junto a los restos sencillos de la Iglesia de Santa María, en donde se celebró el decisivo Concilio de Éfeso. Aquí se proclamó la maternidad divina de María frente a quienes opinaban que la Virgen sólo era madre de Jesús Hombre. A cielo abierto, junto a la concavidad de lo que fue un ábside nos trasladamos a la época y vivimos en su mismo espacio.
Tras los minutos de compras y servicios, el bus nos acerca al restaurante YPEKYOLU. Autoservicio de carne, arroz, pipirrana, pepino, ensalada, flan de naranja, yogurt y vino
Nos trasladamos por dos largos paseos al Museo de Éfeso, pequeñito y bien presentado. Especialmente restos arqueológicos romanos, bellos frisos del templo de Adriano, el ojo de Medusa y la estatua de Artemisa. Ascendemos por frondoso monte en busca de la Casa de la Virgen. Por el camino comprobamos que recientemente se ha incendiado gran parte de la ladera hasta que las llamas rondaban la Ermita que fue casita de la Virgen, pero un golpe oportuno del viento la salva. Tenemos la Misa en un espacio preparado al lado de la casa. Dentro, no es posible por las pequeñas dimensiones y porque los visitantes no cesan de pasar. Vemos el aljibe, bajamos a la Fuente de la Virgen, donde los visitantes dejan sus peticiones por escrito, algunas compras y descenso del monte hacia Kusadasi. Pasamos por la entrada de Éfeso. Nos refrescamos en el hotel y visitamos el puerto y la zona comercial. Un enorme crucero intenta perderse en la lejanía rojiza del atardecer. Subimos a cenar mientras saboreamos con deleite las impresiones de esta primera jornada.


Día 9, Sábado
Temprano despedimos Kusadasi y enfilamos hacia el Sur. Se mueven los trabajadores. Nos cruzamos con camionetas y tractores, con mujeres en el cajón, hacia sus faenas del campo. Turquía es un país que se mueve y prospera, a decir de Berta. Parece que lo mira con muy buenos ojos. O que realmente arranca de muy abajo. Pues sólo el 17% de la población forma parte de la “Minoría Feliz”. Los demás conviven con la visible suciedad, casas en ruina… Lo positivo: cuidan la familia, no circula la droga, mucha juventud con ganas de trabajar y, sobre todo, de estudiar. La alimentación no es cara. Abunda el carbón y tienen energía eléctrica para exportar. Por su situación geográfica puede dar la mano a Europa y al mundo árabe…
En estas, nos acercamos al pie de la montaña en la que cuelga Priene, vieja ciudad griega, defendida por enorme muro de piedra basáltica. Entre el muro construido sobre las terrazas escalonadas y el bloque montañoso, a la espalda, el recinto resulta inexpugnable. Dentro queda el teatro, de factura griega, sin fosos. Frente a él se levantaba el Templo de Baco y, un poco más a la derecha, dominando el valle, el Templo de Palas Atenea. Imponentes columnas con capiteles jónicos desafían la intemperie y el frío. Ejemplar la sólida plataforma -democrática- de piedra a la que subía el ciudadano que tenía alguna queja que elevar, aunque fuera contra la autoridad. Señoras hay que la aplauden y suben a la mágica piedra que habría que transportar a nuestro entorno. En este arrogante proscenio alguien se atreve a lanzar a los vientos un delicioso poema a la Madre de Dios.
Bajada por el camino montaraz y tortuoso hasta el bus. Los servicios, a dos difíciles tramos de escalera, no son ejemplares. Salimos hacia Mileto contemplando extensos algodonales en el camino. Recogida a mano. Por donde entró San Pablo en barco, lo hacemos nosotros hoy en bus, tras siglos de lenta retirada del agua del mar. En varios momentos atravesamos el serpenteante Río Meandros, de donde recibe savia semántica el sustantivo español “meandro”. Bajo la ligera colina aparece pletórico el Teatro Romano de Mileto. En el empinado anillo de piedra, magníficamente conservado, sobre el foso romano, reflexionamos acerca del último viaje de San Pablo. Luego subimos las escalinatas y, a la espalda del Teatro, en suave depresión, contemplamos, esparcidas, las ruinas empequeñecidas de la antigua ciudad de Mileto. No ocurre así con los cercanos baños termales, un poco a la derecha, espaciosamente estructurados, conservados los muros de piedra y parte de alguna bóveda. Saliendo de ellos aguardan las tiendas toldo, en campo abierto, que ofrecen todo tipo de productos turcos como especias, ojos de Medusa, pulseras… tentación suficiente para hacer esperar al bus, cuyo motor se impacienta.
Nos encaminamos a Dídima donde se encuentran las ruinas del Templo de Apolo, impresionantes en su belleza desde fuera, escalinatas anteriores y, por supuesto, en el interior sagrado. Aquí se fraguaba, al calor de las emanaciones letales del pozo central, la voz del oráculo que interpretaban los astutos, o más acertado, oficiantes, estafadores de la ignorancia.
Bajamos andando hasta el restaurante que, modalidad autoservicio, nos acoge con su variedad de ensaladas y salsas condimentadas, vino 15 euros botella y café turco.
Salimos entre algodonales, en otro tiempo posesión del mar, y llanura adelante, pasado el Río Meandros, alcanzamos unas sierras tan descarnadas de vegetación como algunas nuestras entre Granada, Almería y Murcia.
Bajo un cielo despejado, ligera brisa; atrás y a la izquierda queda Priene y sus ruinas. Nos alejamos de la costa. Parada técnica ante una exposición de tiendas en la que casi se meten decenas de buses. Pulular de gentes de todos los continentes buscando café, dulces, servicios, recuerdos, zumo de granada, todo a un andar. Esta vez salimos puntuales. Largo recorrido en paralelo al ferrocarril y sucesión de campos de frutales variados, naranjos, granados y cañaverales, choperas, etc. Significativo resultan las propiedades sin vallas ni alambradas. Mezquitas y minaretes, dondequiera que surge una población, por pequeña que sea. Al fin giramos hacia la derecha por la carretera de Afrodisias, territorio de canteras, campos fértiles, naranjos, rojo intenso el fruto del granado. En las aceras, panochas y granadas al sol. Al fin, camino y subida de piedras y escalones naturales hasta alcanzar la parte alta del Teatro romano; enorme su profundidad, contemplado desde arriba, y oscuro, pues la colina impide entrar al sol de la tarde. Muy bien reconstruido por los americanos y un arqueólogo turco muerto en 1990, enterrado en la sencillez del césped, a los pies del magnífico Arco de entrada a este insuperable complejo de Afrodisias. Allá abajo, tras el teatro, los Baños, menos avanzada su reconstrucción. Difícil bajada hasta el camino desde donde observamos, en la alameda, abajo, un gran paseo entre columnas jónicas y asientos de mármol sobre el canal para que los paseantes se refrescaran los pies. Llegamos al Templo de Afrodita, una sala cuadrada, al lado de las termas, con canales también para refrescar los pies, y al Odeón que era un pequeño senado, en mármol blanco, bien conservado. Andamos un poco por el campo hasta entrar en la gran sorpresa que nos prometió Berta: Ingente y alargado Estadio para treinta mil espectadores, reconstruido en parte. Sólo unos pocos alcanzan el otro extremo; la mayoría del grupo se contenta con gozarlo desde las gradas del Este. Alcanzamos la tumba del arqueólogo protagonista de la ingente obra a los pies del Arco-Puerta, verdadera filigrana de arte en mármol, como tantos sarcófagos alineados junto a la salida. En la puerta nos espera un tractor que arrastra un trenecillo en el que subimos. En pocos minutos nos deja ante el bus. Completamos la jornada con hora y media de viaje, entre dos luces y noche cerrada, hasta Pamukale. Carretera estrecha y difícil. No obstante, Murat cambia de sentido porque nos hemos pasado en una bifurcación sin señales. En breve nos recibe el Hotel Lycus River Termal, al tiempo que celebran una boda. Según la buena costumbre en Turquía, las maletas aparecen en la puerta de la habitación. Cena y relajado baño en las aguas termales de esta antigua Hierápolis, célebre por sus propiedades curativas.

Día 10, Domingo
Diana a las 6. Salimos. Cielo despejado y frío en Pamukale. Entramos en la alargada necrópolis o ciudad de los muertos, de las más importantes de oriente. Es zona de terremotos. Sus sólidas construcciones, de enormes piedras, han sido zarandeadas a través de los tiempos. Muchas permanecen erguidas. La belleza de los catafalcos de mármol resiste el paso de los siglos, como la del Gladiador. Desafiante permanece el Teatro. Al fondo, se levanta la columna que recuerda el martirio de San Felipe. Andamos hacia el formidable complejo, bien cuidado, de la espléndida Montaña Blanca que conforma el agua caliente, en su caída, depositando el calcio petrificado sobre la base de piedra caliza y travertino. La visión, desde todos los ángulos, es de mágica belleza.
Cuesta trabajo despegarse, pero seguimos. Nos acompaña la Cordillera Tauros, enorme e infranqueable. Parada técnica para saborear el yogurt con miel y dormidera. Sabe bien. Los productos los venden al doble que ayer. Tiras de especias, ayer a 2; hoy a 4.
Nos encaminamos hacia Konya. Aquí llegó Mavlana, hijo de un sabio del s. XIII, que respetaron musulmanes, judíos y cristianos. En realidad un hombre bueno, fundador de los derviches danzantes, místico e idealista. Su monasterio, al establecerse la República, queda convertido en Museo. A medida que nos acercamos a Konya desaparecen los árboles y surgen los secanales de cereales. Los habitantes de estas planicies pobres combaten el frío repellando sus pequeñas casas y tejados con aislante natural: excrementos de animales, amalgamados en paja. Se suceden pobres cementerios y la montaña pelada, a la derecha. El terreno se muestra tan seco como adusto. Tímidamente aparecen algunas choperas y frutales. Las cimas de la sierra comienzan a tocarse de blanco. Detrás se refugia Antioquia de Siria, a donde llegó Pablo con Bernabé para contagiarles su entusiasmo por Jesucristo, pero no le hacen caso y se larga a Iconio- actual Konya. Allá vamos después de parar a comer en SAPCI, restaurante de carretera. Es un complejo de tiendas, restaurante y atracciones para los niños. En la fachada, una gran bandera de la República. Sentados, en mesas paralelas, nos sirven la comida. A nuestra izquierda, derecha de los de enfrente, el mostrador y el chico encargado de la caja que administra el pan; parece poco acertado el manejo del dinero y del pan, por la misma persona. Alcanzamos Kenya. Lo primero, visita al Monasterio que fundara Mavlana. Hoy, concurrido Museo que encierra los restos del propio fundador. Entramos protegiendo nuestros zapatos con envolturas de plástico azules; pasamos ante las sepulturas de Mavlana, su padre, los sultanes y otros, bajo la observación, desde arriba, de un bosque de lámparas colgadas del techo. Magníficos ejemplares del Corán, en miniatura, el más pequeño del mundo, y otros de gran tamaño. En dependencias cercanas encontramos bellas reproducciones de los derviches danzantes que fundara Mavlana; en la proyección sobre sí mismos, su mano derecha hacia el cielo y la izquierda hacia la tierra, simbolizan sus deseos espirituales sin desconectar de las raíces terrenas. Abandonamos el recinto, entre multitud de visitantes, y, a través de hermoso paseo con movimiento de gran ciudad, la plaza – que formó parte de los jardines del palacio del sultán Saladino– que cedía para disfrute de su pueblo- donde se levanta la figura tan repetida de Ataturk, instaurador de la República laica, nos dirigimos a la pequeña Iglesia Italiana. Aquí celebramos la Eucaristía juntamente con otro grupo de españoles y unos pocos jóvenes turcos. Riqueza de idiomas en esta Misa que, por miopía mental de algunos oficiantes, no colabora al deseable clima fraternal entre hijos de un mismo Padre. La explicación posterior, con ribetes de papanatismo chauvinista, es lamentable; ahí queda para el olvido.
Llegamos al hotel Ozkaymar, junto a la Plaza Kule, muy concurrida. No falta la animación de tranvías. Tenemos tiempo de visitar unos grandes almacenes a la hora en que la megafonía del minarete llama al “salat” u oración obligatoria de la noche.

Día 11, Lunes
Desayunamos pronto en el Ozkaymar. Algunos no han necesitado despertador gracias a la machacona insistencia del almuédano, desde el alminar vecino. Ya en el bus, una pobre turca entra a pedir. El serenísimo semblante de primera actriz nos lo hace percibir así. No es fácil descubrir a Tamari. Salimos llanura adelante por caminos que pateó San Pablo. Lugar obligado para transitar entre Asia y Europa esta gran meseta que nos conduce a Capadocia donde nieva con facilidad. Las alturas, a lo lejos, peinan canas. Es un área volcánica tan espectacular que con el añadido de la nieve y la erosión del viento se convierte en “la ciudad de las hadas”. Aquí llegaron a concentrase más de veinte mil cristianos. Vivieron los Padres Capadocios como San Basilio de Cesarea, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo, San Gregorio de Niza, hermano de San Basilio. Tiempos de gran importancia para los cristianos cuando ser cura era muy comprometido. Paramos a visitar el Gran Caravasar o posada en medio de la llanura. Su objetivo era albergar, dentro de sus extraordinarios muros, a los mercaderes con sus camellos cargados. Las cinco naves destinadas a los animales, de gran altura y poca luz, bien podrían conformar una basílica. El Padre Pepe se la pide para cuando sea obispo. En el centro, un patio de grandes dimensiones con torre cuadrada. Difícil acceso. Desde sus almenas se otea el horizonte perdido en toda su redondez
Frente a la elaborada fachada se sitúan las tiendas que cumplimentamos. En medio, la escultura del padre de la Turquía que mira a Oriente y pertenece a la OTAN desde antes que España, Ataturk. Para los turcos sigue siendo obligatorio el servicio militar. El entusiasmo de Berta habla de una Turquía joven, en franco crecimiento y puente entre el mundo árabe y occidente. El movimiento en las ciudades lo confirma. Pasean las familias, muchas familias con muchos hijos.
Continuamos sobre la interminable línea recta de asfalto. Pasamos Aksaray y llegamos a comer en la entrada del Valle de Goreme. El comedor, levantado sobre el suelo, se encuentra rodeado por carpas con cafetería y tiendas. Entre sol y sombra, el café con puro; mientras, hay quien da rienda al ritmo que provoca la música ambiente, incluido acompañamiento de galán nativo Después atravesamos el valle y subimos al taller donde nos muestran cómo se trabaja el ónix, alabastro, etc. Inmediatamente pasamos a la tienda-exposición de piedras, cristales, joyas, turquesas, pulseras y pendientes; todo a “muy buen” precio. Entramos en el valle; llegamos hasta las cuevas que llaman de las palomas, por su altura. Lo disfrutamos ampliamente. Subimos para contemplarlo desde la corona que lo rodea por el lado oeste. Inconmensurable paisaje de gigantescas “setas”, algunas con caperuzas y todas con ventanas y puertas en sus inalcanzables oquedades. Nos acoge el Hotel Dinler, cinco estrellas, en la habitación 421 con vistas al cerro, muy próximo, que bien pudiera ser por su aspecto el Cerro de San Marcos de Charches. Esto es el Urgup actual, a los pies del milenario poblado. Cenamos y nos vamos al espectáculo nocturno. Local bajo tierra. A la zona central, donde actúan, convergen cinco o seis cavidades, alargadas en grada Lo empiezan los derviches danzantes y luego las danzas del vientre y otras. Podrían haberse superado ¿Por donde salir en caso de emergencia? Nos retiramos más tarde de lo habitual a descansar.


Día 12, Martes
Al amanecer, varios globos se pasean frente a la ventana, sobre la colina. Esperamos a los que se han atrevido con el paseo aerostático. El matrimonio de Jumilla se queda en el hotel. Culpable el enfriamiento. Al fin, entre montañas de “pirulís”, bajamos a Avanos. Y nos retiramos a un lugar, como Face Retama, a celebrar la Eucaristía en una pequeña cueva-iglesia, excavada bajo el monte, con algunas pinturas y grabados quizá del s. IV. La luz de un agujero natural cae sobre la piedra del altar. Es el único reducto cristiano que se mantiene gracias a la ayuda del Vaticano que arregló el camino. Desde estas alturas se ve el Río Rojo, el más largo, aunque más caudalosos son el Tigres y el Eufrates. Volvemos a Avanos. Pronto lo recorremos e incluso subimos, a través de una escala de madera, a una pequeñísima iglesia. Y, abajo, como es habitual, los recuerdos.
Nos adentramos en el Valle de Goreme. Importante muestrario de iglesias en huecos de la montaña a todas las alturas. Las anteriores al s. VIII, sin figuras humanas por encontrarse bajo influencia de los iconoclastas. Las posteriores a este siglo sí las conservan aunque muy reducidas. La Capilla de San Basilio, con tres ábsides, el central es mayor con la figura de Cristo. En otra pared, la Virgen y el Niño. En otras, San Teodoro, obispo, San Jorge y San Demetrio. La Iglesia Elmali, cuya decoración, en tonos rojos y motivos geométricos, es pintada directamente sobre la roca. La Capilla de Santa Bárbara, con el Pantocrátor sobre el ábside central, San Jorge derribando al dragón, San Teodoro y Santa Bárbara. La Iglesia de San Onofre, eremita de Tebas. La Capilla de Santa Catalina. Después de subir y bajar cientos de escaleras, parece que las mejores conservadas y más artísticas son la llamada de las Sandalias, o Kirikli. Tres edificios comunicados entre sí, situados entre la Iglesia Yilanli y Karanlik. El primero era una reserva de alimentos, la cocina era como un fuego sin chimenea, hecho un agujero en la tierra y lleno de brasas hasta la mitad. Todavía se usa por aquí. El tercer edificio, el refectorio, con capacidad para 40 ó 50 personas, una mesa larga de piedra y un lugar para pisar la uva.
La decoración, cromatismo intenso y bien conservado, se basa en la vida de Jesús, la hospitalidad de Abraham y algunos pasajes de la Thorá.
Desde estos cenobios, algunos de difícil acceso, se contempla en su esplendidez el hermoso Valle de Goreme; pero es obligado descender de las nubes. Comemos en el Kervansaray Kapadocia. Típica fachada de karavasar, sobre la puerta, estirada hornacina en arco apuntado de escayola, hermoso patio central con coloridos mosaicos en la pared, enmarcados con columnas de piedra que soportan arcos tallados, comedor interior a la izquierda. Vajilla de cerámica vistosa. Lámparas abundantes y frisos de colores. Buena presentación.
Llegamos a Zelves, donde se encuentran los restos del Monasterio de San Basilio, último baluarte de las gentes que ocupaban estas cuevas. Subimos a verlo bajo la amenaza de gigantescos trozos de monte desprendido, algunos caídos al barranco. Frente a él, el túnel oscuro y difícil que atravesamos a tientas y doblados. Muchos esperan abajo. Regresamos, satisfechos, para encaminarnos a la Fábrica Nacional de Tapices. Berta tiene que llevarnos obligatoriamente, si no quiere problemas con la licencia de Guía acreditada. Gran despliegue de alfombras a nuestros pies mientras, sentados, degustamos un rico té. Cuando nos muestran preciosos tapices en otra sala, el grupo se retira al hotel. El mismo Sr. Durán que nos atendía no permite que tomemos un taxi. Nos lleva en su coche. Cenamos. Es curioso y provocativo el muestrario de dulces de todo tipo, más de veinte variedades, que nos recibe a la entrada del comedor.


Día 13, Miércoles
Dejamos Capadocia con un hasta luego, costumbre local, y nos presentamos en Kaimakly ciudad subterránea en la que nos sumergimos, como lo hicieron los Diez mil, de la Anábasis de Jenofonte, en su retirada hacia Grecia. Desaparecían en esta ciudad bajo tierra de sus perseguidores, los persas, mucho más numerosos, pero burlados. Recorremos, a veces doblados, algunos de los laberínticos pasillos, dependencias, silos, bodegas, escaleras y a la salida, como siempre, al aire libre, algo entoldado, hileras de tiendas presentan armas. Salimos meseta adelante hasta la Cordillera Tauros que acometemos por el desfiladero de Cilicia y túneles abundantes. Aquí nace el Río Cydnos que pasa por Tarso. Bajamos en larga pendiente hasta la parada técnica en zona no turística. Restaurante Dogan. Entramos en la Turquía profunda y hospitalaria. Costumbres curiosas como la de la botella sobre una casa para indicar que hay chica casadera. Al interesado, que se atreve a entrar, se le sirve café turco. Si a la chica le gusta se encargará de derramar sobre él algunas gotas del mismo café para así tener oportunidad de limpiarlo. Y si él se deja limpiar, la cosa funciona. Si sobre la casa, la botella está rota significa que la chica ya no es virgen. Un invitado siempre entrará descalzo y probará todos los platos que la señora de la casa haya preparado y pedirá a Dios que le bendiga las manos.
Llegamos a Tarso, donde nació San Pablo. Refugio, además, de Cleopatra y Marco Antonio. Entramos a comer al aire libre. Terraza cubierta junto a la preciosa pequeña cascada. Tras el café turco visitamos la Casa de San Pablo, con su pozo y sus muros bajo el cristal, la mezquita al lado y su minarete, construida sobre la sinagoga en tiempos de Pablo; cerca el barrio judío, algo más alejada la iglesia cristiana convertida en mezquita, transformada la parte alta de la torre en minarete. Nos trasladamos a la iglesia de las tres monjas italianas. Su labor: no hacer nada; permanecer como los únicos cristianos en la ciudad. Para celebrar la Eucaristía hacen 30 kms de ida y otros tantos de vuelta. Hoy es lujo. Tras la celebración nos invitan en su casa. Salimos hacia Adana, cuatro millones de habitantes, industrial y fea pero cercana a Antioquia. Es la cuarta ciudad de Turquía. Antes de cenar tenemos tiempo de dar un paseo hasta la estupenda mezquita de la familia Albanchi, bien iluminada, con sus seis afilados minaretes hacia el cielo. Como hay que madrugar, descansamos pronto.

Día 14, Jueves
A las 7,30 “embusamos” hacia Antakya - Antioquia. En las afueras de Adana, el Puente de Adriano, s.II, y la Mezquita Albanchi nos dicen hasta luego. Salimos junto a la escultura de Ataturk, entre un enjambre de taxis microbuses que lo invaden todo. La ciudad se mueve y trabaja. Menudean las casas en ruina y barrios de muy “poco pelo”. Entramos en la autopista sobre la vieja ruta entre oriente y occidente. Nos dirigimos a Antioquia de Siria, lugar en el que se utilizó el nombre de “cristianos” por primera vez. Tras muchas turbulencias políticas, Antioquia formó parte del imperio otomano hasta el fin de la Primera Guerra Mundial que pasa a ser de Turquía. Ataturk, muerto en 1938, no ve su anexión. Los aliados, tras simulacro de deseo popular, la entregan a Turquía por ganársela. Aunque, en realidad, los antioqueños se sienten sirios. Paramos de urgencia en Belén. Estación de servicio. Subimos hacia las montañas Amanós. Paramos en un mirador ante el valle de Avuik, con niebla. Tras ella se adivina un bello paisaje.
Bajamos a Antioquia y su puerto, fundada junto al Río Orontes. En la ciudad conviven católicos, ortodoxos y musulmanes. Es una ciudad muy especial desde siempre. En opinión del P. Doménico, al que veremos, a los ortodoxos no les importa, sobre todo a los jóvenes, asistir a sus celebraciones que les parecen más ligeras que las propias. Cuando los funerales por Juan Pablo asistieron hasta musulmanes.
Visitamos el Museo de Mosaicos romanos, espléndido en su amplia mitología y bien conservado. Un verdadero regalo de la Historia. Nos trasladamos a la iglesia católica; la conjunción de dos habitaciones compone el templo. Conocemos al Padre Doménico y sus actividades. Tras la Misa propia de San Ignacio de Antioquia, tercer obispo de la ciudad, nos invita en el patio. Curiosa coincidencia, cuando rezamos el Padre Nuestro se oye, próxima y nítida la oración del Moacín. A la salida, una tienda de Cáritas nos reclama. Paseamos por el barrio próximo de calles estrechas. Lástima que a la amiga del matrimonio inglés le arrancan del cuello una pequeña cruz que lleva visible. Nos encaminamos a comer junto al río, en una terraza al aire libre, con sólida cubierta de madera. Nos sorprenden, por inusitado, con agua y cola en el menú. Hoy, pollo, arroz y ricas salsas. Sobremesa y cigarro incluido que hay quien maneja con arrobador entusiasmo.
Momento importante de esta jornada: Subida a la Cueva de San Pedro, excavada en la montaña. Se conserva tan rudimentaria y natural como la habitó San Pedro. Paredes desnudas y ahumadas que cobijan una silla de piedra tras el ara, por todo mobiliario; sin excluir alguna que otra gota de agua, filtrada desde lo alto. Sentir la aspereza de estas paredes en nuestras manos nos traslada en espíritu al tiempo en que Pedro, primer Papa, se reunía con los cristianos de Alejandría aquí mismo, sobre este maravilloso paisaje.
Atrás queda el cielo de la ciudad sostenido por las numerosas agujas de sus mezquitas. Volvemos a cenar en el Hotel Cucurova Surmeli. Y sin más, al aeropuerto de Adana. Despedimos a Murat. Facturamos en grupo. Nos van devolviendo los pasaportes en veces. La última entrega es para el Capi, los de Jumilla, Tamari y a mí. En breve volamos hacia Istambul. Una hora. Llegada puntual con lluvia abundante. Autobús nuevo y paseo, con el Mar de Mármara y silueta de barcos a la derecha. Se adivinan hermosos jardines robados al mar. Nos adentramos a Constantinopla y sus murallas bizantinas, iluminadas, que defendieron los genízaros. Llegamos al Cuerno de Oro y una gran plaza, barrio Asaray, Acueducto, parte europea de Estambul. Única ciudad repartida entre dos continentes. Torre Galata, Hotel Pera Palas- en él se hospedaba Ágata Cristi. Al fin se bajan los pilotes y el bus nos deja en la puerta del Hotel Lamartine, muy céntrico, junto a la Plaza Takxim, donde confluyen importantes calles. Entre ellas, la principalísima peatonal, todo un río de gente, que pasearemos mañana a la noche. Ahora, a dormir, que ya es mañana.

Día 15, Viernes
Salimos con lluvia y atasco, por intenso tráfico, a conocer la antigua Bizancio –más de 10 siglos se llamó así- o, posterior, Constantinopla – la ciudad de Constantino, que eclipsó a Roma - hoy Estambul, desde que la tomara el otomano Mehmet II Fatih, en la privilegiada entrada de las aguas del Bósforo, estrecho que comunica las aguas del Mar Negro con el Mediterráneo, a través del Mármara y del Egeo. Un enjambre de edificaciones onduladas se baña en la bulliciosa, comercial y rica bahía, conocida por “Cuerno de Oro”.
Chubasqueros en ristre, nos adentramos en el pórtico de la Mezquita de Solimán, sostenida por las 24 columnas de mármol blanco, pórfido y granito rosa. Deslumbra el tambor de su cúpula a la que dan luz más de 30 ventanas. Su arquitecto, Sinan, contemporáneo de Miguel Ángel, resultó un genio como está a la vista. Sus orígenes humildes, era huérfano destinado a la milicia, no son obstáculo para que destacara su gran talento ayudado por el mismo Solimán.
Sobre una iglesia cristiana, de los franciscanos, se levanta la Mezquita del sultán Mehemet el Conquitador, (Fatih Mehmet Camii); en obras, no podemos visitarla. Pero sí visitamos la tumba de Solimán, edificio en el recinto de la Mezquita, aunque separado.
Nos encaminamos a S. Salvador de Kora (San Salvador del Campo) una joya del arte bizantino que se conserva gracias a que a los invasores les resultaba difícil raspar las cúpulas y las paredes tan exquisitamente pintadas. Hermosos jardines que por la lluvia no saboreamos suficiente; sólo visitamos los servicios, bajando al fondo. Ya en la calle, antes de subir al bus, compras y como nos ha prevenido Berta, hay pillines que quieren cambiar sin contar las monedas. Pero ahí está el Capi, que lo mismo consigue precios que evita el timo.
Paseamos una de las avenidas más comerciales como la calle de novias; todas las tiendas exponen rocambolescos vestidos de novia, tanto en escaparates a ras de suelo como en los pisos altos. Un deslumbrante despliegue de modelos y colores. Nos dirigimos a la Mezquita de Eyup. Preciosos azulejos azul y verde. La “ventana de la vida”, que da al patio, tallada en bronce. Elegante fuente de las abluciones, en el patio exterior, entre árboles centenarios. Lugar muy visitado especialmente por enamorados, pues al lado, un camino de piedras, entre tumbas de visires, pachás, madres de sultanes, conduce a la colina “de los enamorados” donde se encuentra el Café “Pierre Loti”, escritor romántico francés, desde donde se contempla la panorámica única del Cuerno de Oro. No es extraño que un grupo de los nuestros se “pierdan” por estos parajes. Al fin, recuperados de la multitud y de la lluvia, que no cesa, nos dirigimos a Sarryer, algunos kilómetros hacia el norte, en la misma orilla del Bósforo. Comemos en un restaurante del siglo XIX, romántico en su fondo y forma, muy bien cuidada la decoración, lámparas, espejos, mesas redondas para diez comensales, cómodos asientos forrados de blanco, buen servicio y sobre todo espectacular panorámica del Bósforo desde cualquier punto del comedor bañado por la corriente del Estrecho y animado por constante tráfico marítimo . Lástima que las nubes bajas no colaboran a la visibilidad. Frente a la blanca puerta de entrada, calle por medio, una curiosa fuente con su clásico pilar.
Dejamos el restaurante, por cierto, con unos servicios excepcionales y de muy poco frecuente gusto. El hall, muy confortable. Descendemos hasta la misma rivera del Estrecho donde nos aguarda el trasbordador. La cubierta inferior, resguardada del frío y de la lluvia, que combatimos con rico té de manzana, y la cubierta superior, con visibilidad y contacto directo con el viento, la lluvia y el paisaje. Cual Capitán Pirata, en pie, desafiamos el balanceo del barco, originado por las corrientes debidas a la diferencia de densidad de las sales, y nos alejamos del Mar Negro, aguas abajo, hacia el Mar de Mármara, “Asia a un lado, al otro Europa y allá a su frente Estambul”. La verdad, Estambul nos envuelve por ambos lados, con sus maravillosas villas, mezquitas y estilizados minaretes, infinitas cúpulas bizantinas y otomanas, estirados palacios cabe el agua, castillos, casas de madera algunas quedan, museos, hoteles, lujosas barcas de todo tipo, y dos kilométricos pasos aéreos, distantes varias millas uno de otro, que comunican por tierra a Europa y Asia. Respiramos profundamente la salinidad euroasiática que nos sacude el rostro. Aguzamos la vista para retener, embelesados, el momento, seguramente, irrepetible, que vivimos en este atardecer, en pie, entre dos mundos tan distintos, sobre el arrogante avanzar de este modesto mascarón de proa, tan insensible a la emoción de surcar el Estrecho como cualquiera de nosotros al pasear por la Puerta de San Torcuato.
Pisamos tierra para entrar en el mercado egipcio, frente al Puente de Gálata, conocido como Bazar de las Especias, construido en el s. XVII, en forma de cruz invertida. Bajo sus cúpulas cubiertas de plomo un ambiente totalmente oriental donde venden todo tipo de especias, hierbas, quesos, mermeladas, delicias turcas, esponjas naturales, perfumes de oriente, pájaros y flores, etc. etc.
Saliendo de aquí, a la derecha se levanta la Mezquita Nueva con cúpula central sobre cuatro semicúpulas, muy parecida a la Mezquita Azul. Nos asomamos a la entrada y luego al barrio de atrás, pasado el túnel bajo unas celosías sobre capiteles de madera bien tallada. Y al fondo, la clásica Estación del Oriente Exprés, tren descrito ampliamente en la literatura. Finalmente, nos acercamos a la esquina de la Mezquita donde nos recoge el bus hacia el Hotel Lamartine. Tras la cena salimos a dar un paseo. La Plaza de Takxim se sitúa a la espalda de nuestro hotel, muy concurrida. En medio de la plaza, el monumento a la República simboliza la guerra de la independencia y la fundación de la República Turca por Ataturk. La bandera, media luna blanca y estrella de cinco puntas, sobre fondo rojo, preside lugares oficiales, públicos y privados, rotondas, gasolineras, comercios, viviendas, etc. Nos encaminamos hacia la calle peatonal más importante de Estambul, la Calle Istiklal. Un auténtico río de personas en las dos direcciones, comercios, carritos ambulantes cubiertos, con helados unos con chucherías otros, escaparates, reclamos humanos que atraen la atención de los viandantes, original sistema de despachar helados y un clásico tranvía que sube y baja, ante el saludo abanderado de embajadas, consulados y la prestancia de relieves e imágenes de hermosas fachadas decimonónicas. Decidimos remar hacia el hotel en este alargado mar de dos corrientes encontradas en el que, finalmente, hemos encajado y hasta resulta agradable navegar.

Día 16, Sábado
Amanece nuestra última jornada completa en Estambul. No llueve como ayer, pero sigue el cielo oscuro. El bus nos traslada hasta las proximidades de la Iglesia de San Antonio de Padua. Rodeada de un monumental complejo, en el que destaca el convento franciscano, se levanta, airoso, sin complejos, rodeado de mezquitas, el templo dedicado a San Antonio. Lo guardan dos elegantísimas torres y se cubre con bella cúpula, el magnífico ejemplar, tal vez único, en estas latitudes, del estilo neogótico italiano. Celebramos la Eucaristía que preside nuestro“mañico” Padre Pepe. Nos acompaña un accitano-estambuleño que ha acudido a saludar y “raptar” por unas horas a las titas Mari Carmen y Benjamina. Acabada la celebración subimos al bus que espera frente al Hotel Pera Palas. Su deslumbrante fachada rococó domina, desde discreta altura, toda la grandiosidad, vida y movimiento del Cuerno de Oro. No es extraño que en él se hospedara Ágata Christi para escribir sus lujosas aventuras de misterio. Rodeamos las murallas de Constantinopla y topamos la vista con los seis afilados minaretes, disparados al cielo, de la Mezquita del Sultán Ahmet. Nos adentramos en el rincón clásico y emblemático de Estambul. Pisamos el antiguo Hipódromo, rectangular, con capacidad para treinta mil espectadores; hoy es Plaza del Sultán Ahmet. Escenario de grandes acontecimientos de la historia bizantina. Aquí tuvieron lugar algunas rebeliones sangrientas, como la de los Jenízaros en época otomana. En el centro se situaban monumentos, obeliscos, estatuas, columnas, relojes de sol. De todo ello sólo podemos contemplar: el monumento más antiguo de Estambul, unos tres mil quinientos años, el Obelisco Egipcio, traído desde el templo de Amon, en Luxor, por el emperador bizantino Theodosio; la Columna Serpentina transportada desde el templo de Apolo, en Delfos, por Constantino el Grande y la Columna de Constantino, de piedra tosca, cubierta con placas de cobre y bronce, arrancadas durante las cruzadas.
Nos disponemos a visitar los dos monumentos más importantes, uno frente a otro; La Mezquita del Sultán Ahmet, llamada Mezquita Azul y el Museo de Santa Sofía.
Hacemos cola para descalzarnos en un alto corredor cubierto, suelo de madera, e invadir, con multitud de turistas, la deslumbrante Mezquita, acabada de construir en 1617. Sus más de veinte mil azulejos, de color azul vivo y verde, hechos en los talleres de palacio; las interminables alfombras, tejidas en los telares imperiales; y lámparas de aceite, impresionantemente grandes, llenan el enorme espacio para la oración bajo la gran cúpula, anclada en cuatro arcos ojivales y cuatro pechinas planas. Otras cúpulas menores la sostienen, que, a su vez, van siendo sostenidas por otras cada vez más pequeñas. En total, más de treinta cúpulas escoltadas por los seis estirados minaretes. La luz natural entra a través de casi trescientas ventanas El sultán quería minaretes de oro, pero el arquitecto, por su excesivo costo, no los hizo. En cambio, aumentó el número a seis. La única, en Estambul, con seis elegantísimas agujas.
A pesar de su real belleza, se nota un vacío de imágenes y pinturas, prohibidas en la religión musulmana. Prohibidos también los instrumentos musicales o el mismo canto en la oración. En cambio, abundan los frisos –para nosotros – monótonos, escritos con buena caligrafía, magníficas vidrieras, extraordinarias tallas de piedra y madera. No faltan las fuentes para las abluciones como la hexagonal con seis columnas en el centro del patio. A la salida vemos un espacio pequeño destinado a las mujeres.
Salimos con tiempo de aspirar la brisa limpia de estos hermosos jardines y nos trasladamos a la gran maravilla de enfrente: La bizantina Basílica de Santa Sofía, hoy Museo. Ha sido iglesia novecientos largos años. Durante casi 500, se ha utilizado como mezquita. Y a partir de Ataturk, con la república turca, inaugurada como museo en 1935.
La mandó construir el emperador Justiniano por el año 535 sobre las ruinas de una primitiva iglesia del año 360. Su ilusión era superar el templo de Salomón en Jerusalén.
Su planta rectangular, casi cuadrada, consta de tres naves con cúpula central, en forma de elipse, de más de cincuenta y cinco metros de altura. La más alta de Turquía. Subimos por una rampa caracol empinada, en la izquierda, a las galerías que se asoman a la enorme nave basilical. Los andamios para labores de restauración nos impiden la visión total. En la galería de la derecha admiramos uno de los mosaicos más impresionantes por su finura y colorido, aunque destruido en parte. Se palpa la ternura de la Virgen Madre y su Hijo. En todos los mosaicos se aprecia un derroche de arte y belleza que pasa airoso la prueba de los siglos, a pesar de las heridas de la barbarie muy a la vista. Bajamos. Los mosaicos en el suelo del atrio, un sarcófago y una pila bautismal junto con los mosaicos de pan de oro, en el techo, nos introducen a la nave central por la puerta imperial, entre otras dos más pequeñas. Encima de la puerta mayor luce un maravilloso mosaico, s. IX, que representa a Cristo Pantocrátor, la Virgen a su derecha y San Gabriel Arcángel y un emperador, a izquierda. En la nave central, como suspendida del cielo, la cúpula, con la imagen de Jesucristo en el centro, rodeada de unas cuarenta ventanas.
Bajo la ventana del muro lateral, a la entrada, las figuras de los patriarcas de “Constantinópolis” como Ignacio de Antioquia, Juan Crisóstomo y otros. Dos preciosas urnas de alabastro, la “columna de las lágrimas”, enormes placas redondas, en las esquinas, que tienen, sobre fondo verde, escrito en oro el nombre de Alá, Mahoma y otros.
Bajo la cúpula central, un espacio cubierto de mármol donde se coronaba a los emperadores. Dentro del ábside, mirando a la Meca, se levanta el Mhirab, en mármoles de colores con lecturas en árabe.
En definitiva, dejamos atrás un derroche de maravillas sucesivas incorporadas a la idea del emperador Constantino de construir aquí, año 360, una gran iglesia, la “Megale Ekklesia”, hoy Museo Santa Sofía.
Muy cerca, en el mismo ámbito del antiguo Hipódromo, frente a Santa Sofía, ancladas sus raíces de mármol, 336 columnas romanas de distinta época y factura, en perfecta formación, conforman la llamada Cisterna de Yerebatán. Construida en el año 532, utilizada hasta el siglo XIV para depositar el agua traída desde lejos. Restaurada, se puede entrar hasta el fondo, envueltos en una musical atmósfera. La iluminación de leyenda nos hace descubrir, al fondo de todo, dos cabezas de Medusa, invertidas, que sirven de base a sus respectivas columnas. Un paseo sereno, humedad agradable en el ambiente, a más de ocho metros bajo la calle, que recuperamos por unas resbaladizas escaleras de madera.
Ya en la superficie, entre los jardines de la plaza, en un lateral, nos recibe el Restaurante Omar con no demasiada presencia externa, -todas las fachadas de este lateral conservan el colorido y estructura de tiempos pasados- . Muy decorada la entrada y escaleras con todo tipo de colgaduras, lámparas y objetos curiosos. Subimos a la segunda planta. Nos acomodamos bien, aunque no sobra espacio. Dos ventanas nos permiten comer contemplando, algunos, la milenaria cúpula de Santa Sofía entre los juveniles guiños de sus alminares y al otro lado la Mezquita Azul. Dejamos la casa de la malagueña, estrechas escaleras abajo hasta la superficie de la plaza ajardinada, muy ambientada, y nos disponemos a visitar el Palacio Topkapi. Entre el bullicioso ir y venir, traza su pincelada de calma la sosegada presencia de domésticos felinos. Unos pasean, otros dormitan a placer. Venimos viéndolos en todos los ambientes. Se acomodan y son respetados. En los jardines que nos introducen a la monumental entrada de Topkapi contemplamos los restos de la que fue Iglesia de Santa Irene, s. III. Sede Patriarcal y sede de las sesiones del segundo concilio ecuménico. En el s. XV comenzó a utilizarse por los otomanos como almacén de armas y luego, museo militar. En estos jardines advertimos que la madrileña Carmen no está con nosotros. Al fin aparece. Tenemos la oportunidad de vitorear a una pareja de jóvenes novios que nos sonríen y hasta posan para nosotros.
Pasamos la primera puerta bajo un frontal almenado entre dos torres rematadas en cono estilizado. Cinco kilómetros de muralla rodean el Palacio que viene a ser, en superficie, el doble del Vaticano. Entramos al gran patio con maquetas de las extensas construcciones y exposición de carruajes imperiales. Las cocinas contienen una rica exposición de porcelanas europeas y japonesas. Al lado, los objetos de cristal; más allá la colección de plata.
Vemos el Harén, que preside el gran diván bajo dosel, donde se alojaban la madre del sultán, príncipes herederos, sus mujeres, encargadas de servirle, las concubinas y las odaliscas –jóvenes traídas de los países conquistados-.
Pasillos decorados con mosaicos, patios alargados, el baño turco forrado de mármol para el sultán, protegido por una jaula para su seguridad, dormitorio, las celdillas donde se mantenían a los hermanos menores del sultán para evitar sus intrigas…
En otro patio, la puerta de la felicidad, que daba acceso a las dependencias privadas del sultán. Por aquí aparecía el sultán ante sus generales llevando el estandarte sagrado del profeta. Luego, el pabellón de audiencias. La sala de espera, con celosía tras la que podía escuchar el sultán los comentarios de los que iban a verlo.
Pasamos a una parte principalísima: el Tesoro. Se expone en cuatro salas presididas por un trono cada una de ellas. En la tercera, se encuentra el famoso diamante Kasiskci, entre otras menudencias.
Saturados de joyas, me acomodo en unos bancos del patio, bajo la galería, junto a un grupo de musulmanes alemanes que chapurrean inglés.
Pasamos por la sala de las “reliquias sacras” como las llaves de la puerta de la Cava, las espadas de los primeros califas, luego las cerámicas vidriadas de la biblioteca Ahmet III. Por último, el jardín de los Tulipanes y la terraza del “Cuerno de Oro”. En su centro hay una pequeña piscina y, enfrente, un balcón cubierto por un baldaquino de bronce dorado, sostenido por pilares, también, de bronce, con espléndidas vistas sobre el Cuerno de Oro, los puentes y la Bahía. Cerca un pabellón para la comida, tras la puesta del sol, durante el Ramadán. Y la sala de la circuncisión y el Pabellón de Bagdad, de lo más elegante y bonito de todo el conjunto por sus azulejos, cúpula de pan de oro, puertas de nácar y marfil.
Dejamos este mundo de ensueño, aunque histórico, donde llegaron a vivir –vivi,r vivir, el sultán- unas cinco mil personas cuando este palacio fue sede administrativa del Imperio Otomano.
Con menos tiempo del deseable visitamos el Gran Bazar, un extraordinario laberinto de ochenta calles, todo tiendas, que se meten por los ojos. Enorme ciudad comercial en las que te puedes perder por encontrar mucho más de lo que necesitas.
Recogemos velas que implica regresar, echando un último vistazo a esta Estambul iluminada, con barrios en dos continentes, unidos por dos largas cintas aéreas sobre el Bósforo, con murallas bizantinas, acueductos romanos y arte cristiano y musulmán, señalado por cúpulas y alminares.
Nos vamos a descansar. Las maletas se tienen que quedar preparadas.



Día 17, Domingo
A una hora “inhumana”, mucho antes que D. Quijote comenzara su aventura, por su puerta giratoria, dejamos el hotel Lamartine y nos lanzamos al torbellino de tráfico de amplias avenidas. La riada de luces rojas nos guía lentamente, en ocasiones se detiene más de lo deseable; enfrente, un bosque de focos con luces amarillentas o blancas nos deslumbra. Por algo hemos tomado tiempo. La gran mayoría de los vehículos que nos rodean son taxis amarillos que lo inundan todo, a pesar de la hora. Llegamos al aeropuerto con tiempo de facturar hasta los paraguas. Nos esperan más de tres horas de vuelo en las que podemos recuperar parte del sueño perdido. En llegando a Barajas, los trámites imprescindibles, como siempre. Despedida de los amigos mientras esperamos en la cinta de equipajes. Ya en la calle, Antonio nos espera con su micro y remolque. En el horizonte, despejado, nos sale a recibir, por encima de cualquier colina manchega, majestuoso, solemne y decidido, el toro de Osborne. Estamos en casa. Aún así es aconsejable la última foto en grupo, no por la foto sólo, sino por la arraigada costumbre de comer.
Cuando, gracias a Dios, llegamos a la vieja sede de San Torcuato es la reposada hora del té.

Guadix 17 de octubre de 2010

José Luis Campoy